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Escritura Creativa a partir de "Cuentos de Eva Luna", de Isabel Allende



Sus miradas chocaron.

Pero no ocurrió lo mismo de siempre, ese juego de las pupilas que colisionan para luego alejarse furtivas. Esta vez fue diferente.
Ellos las sostuvieron, permitiéndose el placer de examinarse mutuamente, dÔndose permiso para perderse en los ojos del otro. Es redundantemente cierto que, a veces, mirar sin reparo puede terminar con la emoción de jugar a ver sin que te vean, pero es también cierto que, tal vez y sólo tal vez, una mirada directa puede explicar innumerables verdades que normalmente nos abstenemos de decir. Y, si esto es verdad, entonces es también posible que ellos se hayan dicho mucho.
 Pero quiĆ©n sabe, al fin y al cabo son secretos, de esos que se esconden de la palabra y se reflejan en los ojos; de esos secretos que, queriĆ©ndolo o no, gritamos al mirar.
                Ella nunca habĆ­a creĆ­do en las desgraciadas suertes del destino, en los trĆ”gicos finales felices. Nunca habĆ­a entendido por quĆ©, si la vida es el transcurso hacia el final, intentaban inculcarle historias de finales en los que todo salĆ­a bien. HabĆ­a sostenido y remarcado en mĆ”s de una ocasión que preferirĆ­a mil veces tener una vida feliz y morir trĆ”gicamente, a tener una vida llena de penumbras y vivir sus Ćŗltimos aƱos en la gloria. Claramente nadie solĆ­a entender su pensamiento. Nunca habĆ­a maximizado la importancia de un primer encuentro, y ni remotamente creĆ­a en el amor a primera vista. DespuĆ©s de todo, al menos no se lo podĆ­a llamar amor, tal vez atracción en el mejor de los casos.
             Ć‰l podĆ­a ser todo menos un romĆ”ntico. No creĆ­a en el encanto de las relaciones largas ni en encontrarle lo divertido a la rutina. Sus encuentros solĆ­an no ser mĆ”s que eso, encuentros, y duraban lo que demoraran en desvestirse y divertirse un rato.
Siguieron caminos, ambos en dirección opuesta.  Pero no se percataron de una verdad irremediable: Agua Santa no era un pueblo tan grande como para que lograsen perderse por siempre.
                Horas despuĆ©s, ella seguirĆ­a sola, quemĆ”ndose la punta de los dedos con la taza de cafĆ© –un poco a propósito, un poco sin querer-, y sintiendo que su pecho se hundĆ­a tras los sin sentidos de su existencia: no encontraba remedio a la pena que le ahogaba el corazón en lo mĆ”s profundo del barro, y que, muy de cuando en cuando, lo soltaba solo lo suficiente como para dejarlo saborear un poco de aire fresco.

El contraste del atardecer dibujado en el cielo envolvía otro día mÔs, las construcciones comenzaban a arrastrar sus sombras y la ciudad se tornaba penumbrosamente bonita, siempre le había parecido una lÔstima que la puesta del sol durase tan poco. Hacía frío, pero era leve teniendo en cuenta que ya se encontraban a mediados de un invierno que se había mostrado demasiado crudo para su gusto. Una brisa congelada rozó su cuerpo, y reaccionó envolviéndose aún mÔs en el abrigo que le acariciaba las rodillas. El sol no brillaría por mucho tiempo mÔs, y los colores iban ya apagÔndose poco a poco para fundirse en un azul homogéneo, casi negro con el frío del clima, y para encontrarse salpicados de blancos diamantes que brillarían prolongadamente hasta el amanecer.
Al caminar sentía el compÔs de sus pasos entaconados sobre la vereda. Cruzaba caminos de tanto en tanto con algún par de transeúntes desprevenidos, principalmente jóvenes que no le daban mayor importancia al clima.
En tardes asƭ, solƭa recordar a su padre. Muerto mucho tiempo atrƔs, a manos de un rufiƔn y delincuente, el hombre habƭa marcado su vida. Ella no lograba despegarse de la culpa de haberlo dejado en lo mƔs olvidado del olvido durante tanto tiempo, y ahora le carcomƭa la conciencia saber que no estaba mƔs.
Caminó sin prisa pero a un ritmo Ôgil, pensando y repensando poesías que solía recordar para matar el tiempo.
De repente, su pequeñísimo mundo se dio vuelta completamente al verlo llegar. No es que nunca se lo hubiese esperado, sino que, simplemente, había pospuesto el recuerdo de sus ojos para no sufrir su ausencia. Claramente, era él. El mismo cabello castaño, la misma descarada forma de caminar, como suponiendo que todos caían tras sus espaldas. Tal vez tenía razón.
Poco a poco las distancias entre ellos se acortaron y no quedó mucho por decir.
Ɖl habĆ­a soƱado con su cara por mil y una noches, aĆŗn enredado en otros rostros fugaces, hasta que finalmente logró encontrarla en carne y hueso, viĆ©ndola tan dispuesta a querer que hasta Ć©l se sintió atraĆ­do a sufrir con ella. A medida que la redescubrĆ­a a miradas, su confianza y egocentrismo se desvanecĆ­a y solo quedaban rastros de ese hombre mujeriego que siempre, luego de su primer corazón roto, habĆ­a decidido ser.
Se veían enfrentados y ninguno decía o hacía absolutamente nada. Se observaron en un ritual silencioso como aquel que accidentalmente inventa algo nuevo, aunque realmente solo habían encontrado el momento para decir todo aquello que habían pensado. Fue ella quien rompió el silencio que los unía, sincerÔndose todo y cuanto pudo en un escaso pero suficiente par de palabras:
-          Si me tocaras el corazón… -dijo. Y Ć©l no necesitó mĆ”s para sonreĆ­r y tomarla de la mano.
 Juntos se fueron, caminaron horas y olvidaron el significado del tiempo. Inventaron palabras de amor para regalarse y se propusieron no perderse jamĆ”s.
Probablemente, de todas formas, nunca necesitaron revelar aquello que habĆ­an hablado sin sonidos la primera vez que se vieron. Eso estaba todo dicho. O bueno, no: estaba todo absolutamente mirado.

Autora: Malena Romero.

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