Sus miradas chocaron.
Pero no ocurrió lo mismo de
siempre, ese juego de las pupilas que colisionan para luego alejarse furtivas.
Esta vez fue diferente.
Ellos las sostuvieron,
permitiƩndose el placer de examinarse mutuamente, dƔndose permiso para perderse
en los ojos del otro. Es redundantemente cierto que, a veces, mirar sin reparo
puede terminar con la emoción de jugar a ver sin que te vean, pero es también
cierto que, tal vez y sólo tal vez, una mirada directa puede explicar
innumerables verdades que normalmente nos abstenemos de decir. Y, si esto es
verdad, entonces es tambiƩn posible que ellos se hayan dicho mucho.
Pero quiƩn sabe, al fin y al cabo son
secretos, de esos que se esconden de la palabra y se reflejan en los ojos; de
esos secretos que, queriƩndolo o no, gritamos al mirar.
Ella
nunca habĆa creĆdo en las desgraciadas suertes del destino, en los trĆ”gicos
finales felices. Nunca habĆa entendido por quĆ©, si la vida es el transcurso
hacia el final, intentaban inculcarle historias de finales en los que todo
salĆa bien. HabĆa sostenido y remarcado en mĆ”s de una ocasión que preferirĆa
mil veces tener una vida feliz y morir trƔgicamente, a tener una vida llena de
penumbras y vivir sus Ćŗltimos aƱos en la gloria. Claramente nadie solĆa
entender su pensamiento. Nunca habĆa maximizado la importancia de un primer
encuentro, y ni remotamente creĆa en el amor a primera vista. DespuĆ©s de todo,
al menos no se lo podĆa llamar amor, tal vez atracción en el mejor de los
casos.
Ćl
podĆa ser todo menos un romĆ”ntico. No creĆa en el encanto de las relaciones
largas ni en encontrarle lo divertido a la rutina. Sus encuentros solĆan no ser
mƔs que eso, encuentros, y duraban lo que demoraran en desvestirse y divertirse
un rato.
Siguieron caminos, ambos en
dirección opuesta. Pero no se percataron
de una verdad irremediable: Agua Santa no era un pueblo tan grande como para
que lograsen perderse por siempre.
Horas despuĆ©s, ella seguirĆa sola, quemĆ”ndose la punta de los dedos con la taza de
cafĆ© –un poco a propósito, un poco sin querer-, y sintiendo que su pecho se
hundĆa tras los sin sentidos de su existencia: no encontraba remedio a la pena
que le ahogaba el corazón en lo mÔs profundo del barro, y que, muy de cuando en
cuando, lo soltaba solo lo suficiente como para dejarlo saborear un poco de
aire fresco.
El contraste del atardecer
dibujado en el cielo envolvĆa otro dĆa mĆ”s, las construcciones comenzaban a
arrastrar sus sombras y la ciudad se tornaba penumbrosamente bonita, siempre le
habĆa parecido una lĆ”stima que la puesta del sol durase tan poco. HacĆa frĆo,
pero era leve teniendo en cuenta que ya se encontraban a mediados de un
invierno que se habĆa mostrado demasiado crudo para su gusto. Una brisa
congelada rozó su cuerpo, y reaccionó envolviéndose aún mÔs en el abrigo que le
acariciaba las rodillas. El sol no brillarĆa por mucho tiempo mĆ”s, y los
colores iban ya apagƔndose poco a poco para fundirse en un azul homogƩneo, casi
negro con el frĆo del clima, y para encontrarse salpicados de blancos diamantes
que brillarĆan prolongadamente hasta el amanecer.
Al caminar sentĆa el compĆ”s de
sus pasos entaconados sobre la vereda. Cruzaba caminos de tanto en tanto con
algún par de transeúntes desprevenidos, principalmente jóvenes que no le daban
mayor importancia al clima.
En tardes asĆ, solĆa recordar a
su padre. Muerto mucho tiempo atrƔs, a manos de un rufiƔn y delincuente, el
hombre habĆa marcado su vida. Ella no lograba despegarse de la culpa de haberlo
dejado en lo mĆ”s olvidado del olvido durante tanto tiempo, y ahora le carcomĆa
la conciencia saber que no estaba mƔs.
Caminó sin prisa pero a un ritmo
Ć”gil, pensando y repensando poesĆas que solĆa recordar para matar el tiempo.
De repente, su pequeƱĆsimo mundo
se dio vuelta completamente al verlo llegar. No es que nunca se lo hubiese
esperado, sino que, simplemente, habĆa pospuesto el recuerdo de sus ojos para
no sufrir su ausencia. Claramente, era Ʃl. El mismo cabello castaƱo, la misma
descarada forma de caminar, como suponiendo que todos caĆan tras sus espaldas. Tal
vez tenĆa razón.
Poco a poco las distancias entre
ellos se acortaron y no quedó mucho por decir.
Ćl habĆa soƱado con su cara por
mil y una noches, aĆŗn enredado en otros rostros fugaces, hasta que finalmente
logró encontrarla en carne y hueso, viéndola tan dispuesta a querer que hasta
Ć©l se sintió atraĆdo a sufrir con ella. A medida que la redescubrĆa a miradas,
su confianza y egocentrismo se desvanecĆa y solo quedaban rastros de ese hombre
mujeriego que siempre, luego de su primer corazón roto, habĆa decidido ser.
Se veĆan enfrentados y ninguno
decĆa o hacĆa absolutamente nada. Se observaron en un ritual silencioso como
aquel que accidentalmente inventa algo nuevo, aunque realmente solo habĆan
encontrado el momento para decir todo aquello que habĆan pensado. Fue ella
quien rompió el silencio que los unĆa, sincerĆ”ndose todo y cuanto pudo en un
escaso pero suficiente par de palabras:
-
Si me tocaras el corazón… -dijo. Y Ć©l no
necesitó mĆ”s para sonreĆr y tomarla de la mano.
Juntos se fueron, caminaron horas y olvidaron
el significado del tiempo. Inventaron palabras de amor para regalarse y se
propusieron no perderse jamƔs.
Probablemente, de todas formas,
nunca necesitaron revelar aquello que habĆan hablado sin sonidos la primera vez
que se vieron. Eso estaba todo dicho. O bueno, no: estaba todo absolutamente
mirado.
Autora: Malena Romero.
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