Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Apenas él respiraba su flor, a ella se le sacudieron sus pétalos y caían en manos, en bailes elegantes, en susurrantes melodías. Cada vez que él procuraba reclamar el polen, se enredaba en una risa quejumbrosa y tenía que envolverse de cara a sus hojas, sintiendo como poco a poco el aliento se cortaba, se iba apretando, atenazando, hasta quedar tendido como las semillas de un panadero, al que se le han soplado las pelusas de su tallo. Y sin embargo, era apenas el principio porque, en un momento ella estornudaba sobre sus dedos, consintiendo que el aproximara suavemente los mismos. Casi los acercaba, cuando algo como un rayo los atravesaba, los electrificaba, y los electrocutaba; y de pronto era la tormenta, el aire giraba incontrolable, la locura danzante sin control a la deriva.
¡Para! ¡para! Encaramados en la cima del molino, se sentían sin aliento, cansados y sonrientes. Temblaban las aspas, se veían las mariposas, y todo se entornaba en un profundo amanecer, en brisas matutinas, en neblinas frías que los hacían tiritar hasta el límites de sus dientes.
Autor/a: Melanie Kerr.
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